Amanece cerca de la Cordillera. Bajamos los kayaks a la playa, nos quitamos la ropa de civil y de un minuto a otro la chaqueta seca se convierte en nuestra segunda capa de piel. Nos ponemos el faldón, ajustamos el chaleco salvavidas y guardamos unos sándwiches y unas manzanas en uno de los tambuchos. Todo listo: ya estamos preparados para remar uno de los lagos más lindos de Bariloche.

El lago Gutierrez está sereno, tranquilo. Solo hay una leve brisa de primavera que acompaña el movimiento rítmico de los remos al sumergirlos y sacarlos del agua una y otra vez. Como si hubiésemos dejado la mente en tierra, entramos en la frecuencia del inframundo que vive debajo de este móvil de plástico que nos permite trasladarnos y flotar.

Esta es la primera travesía en kayak que haremos en los lagos de la Patagonia. Las próximas serán por el Mascardi y por el titánico Nahuel Huapi. Por eso esta aventura es un bautismo de solo un día, una primera aproximación a un universo de sensaciones que nosotros, seres de tierra, no estamos acostumbrados a experimentar.

Buscamos andar por lugares poco habitados donde el hombre sea un simple testigo de la vida sin que intervenga ni su mano ni su palabra. Lugares que solo existen para ser redescubiertos con nuestra voz y mirada. Fluir con el agua para que en ese espacio suceda la magia.

Durante los primeros metros bordeamos una costa con casas de ladrillos, paredes azules, puertas de madera, techos amarillos, rutas transitadas, caminos de tierra, muelles y puentes. En el agua somos espectadores de esa realidad urbanizada y nos volvemos cómplices de una naturaleza que late en mil sonidos. Somos observadores de los árboles milenarios que descansan en la costa y de las gaviotas volando en dirección al sol.

En el agua no importan los metros de profundidad sino la vida en esa profundidad: los troncos color ceniza, la quietud de los caracoles, las algas y sus vaivenes, los peces y sus saltos, las piedras frías, las ramas que alguna vez cayeron en un fondo sin fin, los objetos perdidos que seguirán perdidos, las luces y sus reflejos de colores.Atardecer en el lago Gutiérrez, en las afueras de Bariloche.

Remamos 10 km hasta que llegamos a una playa custodiada por coihues. Desde donde estamos alcanzamos a ver los cerros Catedral, Otto y Ventana. Almorzamos, dormimos una siesta al sol y continuamos remando por la otra cara del lago. Sí: esta pileta de agua tiene dos caras. La este es sociable y extrovertida y le guiña el ojo a la Ruta 40; la oeste es introvertida y solitaria y le seduce la naturaleza profunda y salvaje del Parque Nacional Nahuel Huapi.

Llegando a la cabecera sur del lago gutierrez bariloche y a punto de alejarnos de la civilización por unos pocos kilómetros, sentimos que la ropa negra que vestimos nos quema la piel. Frenamos los kayaks en la costa para darnos un chapuzón y nos quedamos nadando en esas aguas heladas y cálidas a la vez.

Las siguientes remadas están enmarcadas por ocres y verdes. El bosque tupido y profundo nos regala algunas sombras y alcanzamos a ver un zorro que nos espía y sale corriendo. Los árboles frondosos y verdes escoltan nuestra velocidad caracol abriéndonos las pupilas para que lo observemos todo. Alcanzamos  a tocar con los sentidos el paisaje que nos habita y llegamos a una conclusión existencial: desde el agua logramos ampliar la mirada.

No solo remamos al lado del bosque, también pasamos muy cerca de paredones de piedra que se agrietan, se ensanchan, se esconden, se hunden, se quiebran. Cuando el sol empieza a caer, las truchas comienzan a saltar como si ese fuese el momento cúlmine entre el día y la noche.

Al llegar al punto de partida con las últimas horas de sol, sentimos que el agua nos hizo entender lo que somos: una estación, un paréntesis de existencia, un fenómeno inexplicable. El lago tiene ese mágico poder: nos devuelve las sensaciones que alguna vez fueron olvidadas. En otras palabras: nos hace sentir vivos.

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