
– Un buque de crucero es como un gran hotel de lujo flotante. En el caso del Empress hablamos de once cubiertas en las que se distribuyen salones, bares, restaurantes y otras instalaciones como el gran casino, la discoteca o el spa: para que siempre tengas algo que hacer o un rincón donde perderte.
– En un crucero todas tus necesidades están cubiertas. El “todo incluido” permite que puedas comer cuando te apetezca, repetir las veces que desees y tomar copas sin mirar la cartera. Una gran ventaja especialmente en destinos un poco más caros, como Noruega.
– Desentenderse de hacer y deshacer el equipaje durante toda la travesía: un lujo que sólo valoras en el momento de abandonar el barco, cuando ese camarote ya se ha convertido en tu pequeño hogar y tienes que meter todas tus cosas en la maleta de nuevo.
– El contacto con la población local será algo más limitado, pero en el propio crucero también se conoce mucha gente. Entre 2.500 personas alguien habrá parecido a ti, y si no es así… ¡siempre puedes dedicarte a la “fotografía social”, como hago yo! 😛
– Precisamente observando al resto de pasajeros llegué a la conclusión de que pocos viajes habrá tan adecuados para hacerse en familia. La abuela de 87 años, el niño de seis meses… tanto a bordo del buque como en las excursiones en tierra, es fácil que cada uno encuentre su propio ritmo, algo que en un viaje con mochila resulta algo más complicado.
– Conocer países algo menos accesibles (o más caros) por cuenta propia, como pueden ser los Emiratos Árabes Unidos, es mucho más fácil en un crucero todo incluido. Y en el caso de los increíbles paisajes de los fiordos noruegos, a los que también es posible llegar por tierra, adquieren una perspectiva totalmente diferente cuando se admiran desde el barco.
– La sensación de estar en medio del mar, con el gran azul rodeándote hasta donde tu vista llega a alcanzar… es indescriptible. Si a eso le añadimos las noches eternas del verano de Noruega, esta razón por sí sola ya vale un viaje en crucero.